Mis queridos amigos:

Esta carta me gustaría compartirla con nuestro querido hermano, el P. Henry, Siervo del Hogar de la Madre, fallecido en el mes de abril.

 

Es una alegría inmensa y un privilegio tener un hermano así. Él era capellán en un hospital y tenía mucho amor por los enfermos; Podía ver en primera fila la obra de Dios en las almas de los que sufrían. Tenía un don especial para abrir los corazones a la gracia que les esperaba en los sacramentos. Con su simpatía alegraba a todos.

Tuve la gracia de coincidir algunas veces con él en el hospital cuando, junto con una hermana, ayudábamos a los capellanes. Siempre le recuerdo caminando por los pasillos con su bata blanca en busca de almas. Él aprovechaba cualquier situación para poder llegar a las personas y, realmente, disfrutaba de su apostolado allí. Ahora, en vez de rezar por su alma, me encomiendo mucho a él. Si tenía tanto amor por los enfermos, ¿cómo no va a tener aún más amor por su hermana que está enferma? Yo le hablo con confianza y, la verdad, le tengo muy presente. Por las mañanas, hago mi oración en nuestra pequeña capilla con el Santísimo y allí le invito a rezar conmigo la consagración del día al Señor y las Laudes.Pongo a mi lado su foto y casi puedo oírle contestando las oraciones con su voz tan particular. Me ayuda mucho ver en su mirada la pureza y la bondad de Dios. Ahora, con esa mirada, transmita todo lo que él deseaba.

Amaba muchísimo la intimidad con el Señor, se notaba en sus homilías y sus meditaciones. Cuando empezaba a emocionarse con el Señor, decía así: «mira, mira, mira...el Señor es tan bueno conmigo...». Y nos contaba los detalles que había tenido el Señor con él. Realmente era un enamorado de Dios y de su Madre, la Inmaculada. Cuando habló de Ella se le iluminó la cara de alegría. Es realmente una gracia haberle conocido, y pensar que es mi hermano me llena de alegría y agradecimiento.

Querido P. Henry, hermano, quiero darte las gracias por el ejemplo de tu vida. Gracias por haber respondido a la llamada de Dios. Gracias por tus esfuerzos en aprender español y por no haberte rendido a pesar de lo mucho que te costó el tema de los estudios.

La primera vez que te vi fue en mi parroquia, en Irlanda. Allí estabas con tu sotana, tan alto y tan americano, siempre con tu sonrisa y amabilidad. Gracias por transmitirnos la sencillez en la relación con el Señor, como la de un niño, y a la vez con un corazón encendido de amor hacia Él y su Madre. Tú has experimentado la enfermedad y sabes lo que es sufrir en silencio los dolores de cada día. sables

lo que cuesta a veces ofrecer el siguiente paso; sabes lo que es superar el miedo con la confianza total en el Señor; sabes lo que es abandonar tu vida en las manos de Dios cuando no entiende el porqué de las cosas; sabes lo que es encontrar la alegria en el misterio del sufrimiento. Y ahora, por la misericordia de Dios, sabes lo que es gozar de Él. Y casi puedo oírte decir: «vale la pena, vale la pena todo». Te pido ahora que me ayudes, ahora que me toca pasar por la enfermedad. Te pido que me ayudes a llegar.

Me ha ayudado mucho una homilía de él hablando sobre la enfermedad, comentando esta frase de la Sagrada Escritura: «le siguió mucha gente porque habían visto los signos que él hacía con los enfermos». Dice así: «Queridos hermanos, los enfermos siempre son muy queridos por el Señor, y el Señor hace mucho a través de las personas con enfermedades. Trabajo en el hospital y veo las maravillas que el Señor hace. He visto a Jesús, que cura a personas enfermas. El Señor es capaz de hacer milagros. Lo hizo hace dos mil años y lo sigue haciendo. Puede curar. Es un signo. Nos dice: “Yo soy Dios, estoy vivo y tengo el poder de hacerlo todo, absolutamente todo, y no hay nada imposible para mí”. Y esto debe darnos mucha confianza en Él, porque más tarde o temprano, vamos a sufrir algo por Él... Por providencia, leí este artículo de Juan Pablo II: “Para todos los que llevan sobre los hombros la cruz pesada del sufrimiento. ¡Queridos hermanos y hermanas, tened ánimo! Vosotros tenéis que desarrollar una tarea altísima. Estáis llamados a completar en vuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia. Con vuestro dolor podéis afianzar a las almas vacilantes, volver a llamar al camino recto a las descarriadas, devolver serenidad y confianza a las dudosas y angustiadas. Vuestros sufrimientos, si son aceptados y ofrecidos generosamente, en unión con el Crucificado, pueden dar una aportación de primer orden en la lucha de la victoria del bien sobre las fuerzas del mal, que de tantos modos insidia a la humanidad contemporánea. En vosotros, Cristo prolonga su Pasión redentora. Con Él, si queréis, podéis salvar el mundo”.

¡Viva San Juan Pablo II! Dios puede curar pero Dios también hace milagros en medio del sufrimiento, por eso, no nos quita siempre los sufrimientos; da más, da su gracia, su amor, su fuerza, su alegría de saberse unidos en su obra redentora. ¡Yo he visto esto! Hay una señora que me viene ahora mismo a la cabeza... Era una señora que estaba sufriendo un cáncer tremendo, tenía su cuerpo lleno de moratones. Estaba débil, muy flaca, y siempre, cuando yo estaba llevándole la comunión, me fascinaba su sonrisa. Esta siempre señora estaba así. Y un día me acerqué a ella y le dije: “Amparo, ¿cómo es que tú siempre estás tan alegre, estado enferma? Ella solo me miró, me sonrió con una sonrisa muy tierna y me dijo: “Padre, primero, yo confío en el Señor; Él es mi apoyo. Segundo, estoy resignada a lo que Él quiere darme; y tercero, tengo una familia que me ama con locura. ¿Qué más quiero?”.

Es bueno pensar en esto... Nada es imposible para Ti, pero si Tú quieres que yo o alguien sufra alguna cosa: “Señor, aceptamos tu voluntad”. Y no solo esto, voy a ofrecer todo lo que Tú me envías con esta confianza de que estoy participando en tu obra redentora. Cuando el sufrimiento es por Cristo y con Cristo, deja de ser pesado. La gracia produce en nosotros un tipo de alegría, de sabernos unidos con Él y ver que todo lo que nos está pasando o tenemos que sufrir, tiene un fin, tiene una meta: la salvación y la conversión de las almas.

Y esto, queridos hermanos, es nuestro lote: sufrir con Cristo para después gozar con Cristo para toda la eternidad. Amén". 

La hermana Ruth María O'Callaghan murió el 19 de diciembre de 2020. Ella saltó a los brazos de Nuestra Madre para reunirse con la comunidad del Cielo, después de una larga y dolorosa enfermedad que supo aceptar con alegría y valor, ofreciendo su vida de manera especial por la fe de su país natal, Irlanda, que veía debilitada por haber olvidado el amor a María.