Con un millón de niños rezando el rosario, el mundo se salvaría...

El P. Henry en el Hospital Clínico tuvo la idea de empezar a hacer adoración eucarística. Solía hacer allí la oración y se ofreció para cubrir los turnos en los que no hubiese nadie hasta que fuera aumentando el número de adoradores. Se empezó con un día de la semana, haciendo también una hora santa semanal con cantos, rezo de vísperas y puntos de meditación. Daba devoción verle sentado al fondo de la capilla, casi siempre con un brazo extendido en el respaldo del banco, mirando al Santísimo. Luego añadimos también un rosario para niños, con puntos de oración para ellos. Él disfrutaba con eso, a los niños les repetía mucho algo que dijo san Pío de Pietrelcina: «Con un millón de niños rezando el rosario, el mundo se salvaría». Imprimió una imagen muy bonita de la Virgen y la fijó al ambón, señalándola muchas veces cuan- do hablaba a los niños. Venía un grupo pequeño, pero eso a él no le importaba. Les confesaba y luego les repartía chucherías. Los niños se iban contentísimos.

Lo más bonito que pasó con la Eucaristía fue la compra
de una nueva custodia para
el Santísimo. El P. Henry tenía ilusión por comprar una nueva, como regalo para el Señor, que merecía lo mejor, porque la que tenían, además de ser vieja, no era ni digna ni bonita. Se lo dijo a la gente que venía por la capilla y a los que frecuentaban las misas. Pegó a la puerta de la capilla una foto de la custodia que él quería comprar, con el precio incluido, diciendo a la gente que quien quisiera colaborar, podía hacerlo. Eso fue una locura. Iban entrando donativos y la gente
no paraba de dar. Costaba casi dos mil euros, y cuando ya había logrado el total, seguían dando dinero. Lo precioso fue que el último donativo necesario para comprar la custodia lo dieron el día 31 de octubre, que son las vísperas del día de todos los santos, pero también es el día que se celebra «Halloween» y se cometen tantos sacrilegios y barbaridades contra el Señor en la Eucaristía. Para el P. Henry esto fue signo de una gran victoria contra el demonio y un gran regalo en honor de Jesús Sacramentado. Su alegría era alegrar a Jesús, y no dejaba de ver en estos acontecimientos la mano de Dios.

Ciertamente «el americano», como tan cariñosamente le llamaban en el Clínico, ha dejado una huella que no se borrará.