¡Ser cristiano exige esfuerzo! Dios no santifica a la gente perezosa.
Cuando el P. Rafael pidió al P. Henry dirigir a todos unas palabras en la celebración de la aprobación pontificia del Hogar de la Madre en Roma hace diez años, su respuesta resonó con gran fuerza y sencillez:
HUMILDAD, HUMILDAD, HUMILDAD.
La muerte de P. Henry me ha hecho mirar para atrás a todos los momentos en que le he visto cumplir palabra por palabra este gran consejo que nos dejó hace tantos años. Los incuestionables frutos que están produciendo su vida y su muerte dan lugar a una reflexión valiosa sobre la vida espiritual y el camino hacia la santidad.
P. Henry fue un hombre extraordinariamente sencillo y humilde. A pesar de su gran porte físico y la gran potencia de palabra que llevaba dentro, supo pasar desapercibido. No tenía dones o talentos muy llamativos. A veces esto le desanimaba. El estudio le costó mucho y era un poco torpe a la hora de hacer tareas de tipo organizativo. Se ponía muy nervioso cuando le encargabas ciertas responsabilidades, y hasta lo pasaba mal. Como religioso le tocaba obedecer a superiores más jóvenes y con menos años de Siervo que él; y esto a veces en presencia de sacerdotes diocesanos que no viven la obediencia como nosotros. Estas cosas, aunque no parezcan tener gran importancia, fueron motivos de humillación.
Y más allá de las pequeñas torpezas o humillaciones «exteriores», llevaba también su lucha interior contra ciertos defectos de tipo humano y moral.
A pesar de la dificultad que le proporción, supo siempre agachar la cabeza con humildad y obedecer. Contra las flaquezas o faltas que sufría, se lanzaba a los brazos de Jesús y María, fiado especialmente del poder del Rosario y de la confesión. Al rato de acudir a ellos, volvía siempre con más ánimo y mayor alegría. Observando al P. Henry, estoy convencido de dos cosas: que en medio de sus luchas, P. Henry santificaba a las almas de muchos y se santificaba a sí mismo.
¡Gran consuelo de los mortales! P. Henry no era «perfecto», pero estoy convencido de que entró casi de inmediato a gozar del rostro del Señor. El amar a Dios ya la Virgen con ardiente corazón, el confiar en ellos a pesar de los propios defectos y anhelar ir a estar con Ellos para siempre... ¿no es eso santidad?
Con gran frecuencia las almas cristianas no se plantean la prospectiva de llegar a ser de verdad SANTOS. ¿Por qué? «Ser santo no es para todo el mundo. Solo tienes que leer las vidas de los santos para ver que son demasiado extraordinarias y llamativas. Yo no soy capaz de tanto... He intentado hacer las bien, pero no me sale... sigo cayendo en las mismas cosas faltas y pecados».
A estas excusas debemos responder primero con palabras de Jesús: «Si alguno quiere venir
en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga» (Lc 9, 23). ¡Ser cristiano exige esfuerzo! Dios no santifica a la gente perezosa. Por otro lado, estas excusas llevan implícito un pensamiento: que como todavía tengo defectos, como no soy perfecto, no puedo ser santo. ¡Mentira!
En su libro «El combate espiritual», D. Lorenzo Scupoli transmite esta idea que aquí resume: cuando un alma cae en algún defecto o pecado, es frecuente que se enfade o se entristezca conseguir mismo. Dice que es una señal clara del propio orgullo. ¿Quién te ha dicho que ya eres perfecto y que no puedes ya caer en ningún pecado? ¡Soberbio! Nuestro combate, lejos de aparentar «perfección», está en humillarnos y tranquilizar el ánimo frente a estas caídas o defectos, sean voluntarios o no. Este es nuestro camino hacia el cielo.
Sta. Mariam de Jesús Crucificado, carmelita libanesa, escribe: «El Señor me ha hecho ver el infierno y me ha dicho: “En el infierno hay todo tipo de virtudes, pero no hay humildad; y en el cielo, hay toda clase de defectos, pero no hay orgullo”. Es decir, Dios perdona todo a un alma humilde y no da importancia a la virtud que carece de humildad». ¿Ves? La clave del combate espiritual es: humildad, humildad, humildad. Y si tenemos algún defecto que combatir, ¡mejor! Sta. Mariam lo llama «la mejor de las bendiciones».
Entiendo que este camino no sea el preferido por muchos. Queremos sentirnos fuertes en nuestra propia capacidad de combatir las tentaciones y ganar la victoria. Pero en eso ya nos engañamos, pues nos estamos apoyando en nuestra propia fuerza, y no en la fuerza de Dios.
Aclaramos que no está mal pedir a Dios que nos libre de ciertos pecados o defectos. Hemos de creer firmemente que el Señor ha venido a bibliotecanos de la esclavitud del pecado y del demonio. De ahí que debemos aplicar los medios necesarios para salir de una vida de pecado, como son el examen de conciencia, la oración, la confesión, la Eucaristía, etc. Pero también debemos recordar que esa es una gracia de Dios, y no fruto de nuestro solo esfuerzo. El luchar y no poder, puede redundar en beneficio nuestro cuando nos hace desconfiar de nosotros mismos y fiarnos en todo del Señor. Conocemos todos la experiencia de San Pablo: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12, 9).
Para sacar una conclusión, escuchemos lo que dice Sta. Margarita María de Alacoque para ayudarnos a comprender los caminos de la santidad: «Después de una confesión general de toda mi vida criminal y perversa, inmediatamente, tras la absolución, me mostró una vestidura, que Él llamó “de inocencia”, la cual era más blanca que la nieve, y con ella me revistió. Y me dijo: “He aquí que yo quito para siempre la malicia de tu voluntad, para que en adelante las faltas que cometas sean para humillarte y no para ofenderme”».
La obra de Dios no es hacer de nosotros una especie de soldados sin defecto, sino formar en nosotros un corazón puro y humilde que no sabe ofenderle a Él en nada. Es por ahí por donde yo creo que anduvo el P. Henry, y por allí me esforzaré también yo en andar.